jueves, 8 de marzo de 2018

No pudo alzarte, no pudo reducirte
a medida de un dado
y llevarte escondida en el bolsillo.

Tuvimos una casa, en un lugar del mundo
donde nunca llegaban aquellas golondrinas,
y que una tarde parecida a otras
dejamos relegada en el camino.
Nos fuimos a otras ciudades, otras lluvias
nos cayeron encima de imprevisto.
Descubrimos el duro misterio de las tortugas
que entre los edificios sobreviven.

Tuvimos una casa que se rodeó de árboles,
que se erigió en costumbres.
De ella sabíamos todo, conocíamos
cada ladrillo y cada yuyo seco.
En su jardín pusimos rosas y enterramos muertos.
Era tan nuestra que no tenía nombre.

Nos fuimos a otras ciudades, otros muros
se alzaron esforzados junto a nosotros.
Ella quedó callada y mustia, era como una puerta
cuya llave se olvida en otra tierra.

No volvimos a entrar por sus caminos,
no trajimos otra vez los viejos libros.
Nadie tocó sus muros en la noche.
Sola quedó, dormida en su inocencia.
Los gatos muertos se desmigaban en la tierra.

Así renunciamos a sus días. Los guardamos
en cajas y apilamos paciencia
una tarde parecida a otras.


Ha sido tan cansado hallarse en la vereda
y no poder tocar sus muros viejos.
Ya nunca más sus altas arboledas,
el duro murmullo de los rosales
agobiados de sol y polvareda.
Han venido otras gentes, con su atuendo
para vestir tus patios y rincones
de otro color, ya nunca más el nuestro.

Me ha quedado el recuerdo, la impaciencia
de verte ahí nomás, junto a la reja
tan alta y blanca y muda
que nunca parecieras nuestra.


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