Alumna- Profe, ¿qué es esa línea verde? (Señalando el mapa)
Profesora- ¡Ese es el sueño de mi vida!... El transiberiano. Yo ya dije que cuando me jubile me voy a ir en el Transiberiano.
(Fragmento)
El sueño de mi vida es una línea
verde,
como una enredadera a través de
soledades y fríos
extendida sobre la inmensa vastedad del
mundo
pero llameando y quejándose sobre
caminos señalados.
Y la blancura de Siberia, la helada
mortandad abandonada
solo a los líquenes que en la roca
afirman
como una pregunta al cielo su
agrestura
que no ha de cambiar mientras el mundo
dure.
Han de durar los fríos en la
montaña,
y los lagos en el fondo de los valles
prisioneros
con sus aguas de secretos
naufragados
y nuestras vistas de asombros que nos
duran la vida.
Pero ahí, desde los túneles en los
Urales cavados por la búsqueda
surge una extensión humana. Una travesía
entre los rasgos del mundo.
Más extensa que todas las murallas
solitaria y augusta pareciera como un
dios en el bosque.
Así los hombres y las mujeres
atravesaron las montañas
contra el desafío imponente del espacio
se extendieron
en la búsqueda del mar que siempre
queda
al otro lado del mundo,
repitiéndose.
Duró generaciones incontables. Las luces
y las sombras
se alzaron y decayeron en el
cielo,
y las montañas escuchaban el repiqueteo
de los martillos
alejándose hacia el este hasta perderlos
en la memoria
sin saber en su sueño que ocurrió más
allá, entre la nieve.
Pero se extendieron los hombres, el tren
transcurrió
atravesando la llanura conquistador y
llameante
arrojando al regazo del viento su
aliento de hierro candente,
una larga fumata de humo y hollín es la
huella
del tren cuando viaja al oriente.
Ahora los pastores lo miran pasar, lo
ancianos pastores de cabras
con sus tiendas de pieles y su mundo de
ritos dormidos
se alejan de espaldas al tren a través
de la llanura.
El sueño de mi vida es verlo todo
entonces:
los extensos campos verdes de Ucrania,
las torres del Cáucaso descendiendo al
valle del mar,
y el color del Caspio oscurecido y
aceitoso
trabajando adentro de la tierra
absorbiendo la sangre de la tierra y
aprisionada ahora
en barriles vulgares y sordos arrocados
a las bocas innumerables.
Aquella lucha duró generaciones. La
larga marcha al este
sobre la tierra cada vez más helada
atravesando los hombros de la tierra.
Los Urales se extendieron asombrados y
vieron partir hacia el sol
a los hombres que siempre buscan detrás
de los árboles.
Como una travesía en el mar, a través de
la tierra.
Levantó los cimientos de la nieve,
despertó el sueño de los caballos que
yacían bajo los terrenos.
La tierra dormida sintió una línea de
hierro y madera
que reverberó en los rincones del
Imperio oculto de la distancia
como una voz de metales que llamó en la
noche.
Era un pedido a todas las regiones,
a las tribus que levantaron la cabeza
desde su fuego
sin saber de dónde venía el grito.
Y era desde el oeste, más allá de las
montañas
desbarrancó en los duros pastos y entró
en las llanuras.
El viento abrió la boca hacia la bestia
para tragarla
y se volvió hilachas de si mismo contra
la espada occidental
que partió la antigua edad del tiempo.
Quizá aquella noche asomó la Luna en la
soledad expectante
que ya no estaba sola. Las voces de los
hombres
eran débiles y frías sobre la palabra
endurecida de la llanura.
Puestos en marcha los hombres atacaron.
Rusia de sangre levantó las manos y en
Varsovia
marchó hacia el este cantando en altas
voces apagadas
a través del páramo helado en búsqueda
humana.
A quedado un camino de muertos a la vera
del tren
bajo la mano del hombre, la maldad y el
invierno.
Nevó esa tarde, con el sol, copos de
nieve azul
enterraron los muertos y el hollín que
les cubría.
El tren era un silbido lejano en el
viento.
Sobre la amplia tierra florecida, a
través de la esforzada Rusia Gigantesca
marchó una vena de metal y humo ardido a
conquistar lo inconquistable
para tomar de los campos de Ucrania y
Georgia el trigo adormecido en sol,
para llevar los hombres más allá del
Cáucaso a la llanura,
y de allí dentro de las montañas abarcar
Asia dormida.
Fue como una explosión de vida que duró
milenios de paciencia
y los hombres murieron de a millares en
la orilla del tren.
Fue como un grito desde la boca
ancestral que miraba al sol;
los abetos sacudieron su cabellera y
despertaron asombrados
a tiempo para ver una loca alucinación
del hierro
como una bestia maravillosa y torpe
liberada para siempre.
El tren partió desde las tumbas.
La edad antigua rusa cerró los ojos de
los zares
en tumbas de piedra y trajes de seda
dorada
y luego en sótanos de sangre seca.
Y en San Petersburgo y en Moscú
durmieron los días antiguos.
Así el tren partió alegremente, una
esforzada tensión del hierro
candente y cotidiano entre los campos
y las ciudades lo miraban asombradas.
Se levantaron puentes sobre ríos,
hasta más allá del corazón asiático.
El Negro el Caspio, el extenuado Aral,
escucharon las voces
y el agua traía restos de metal en sus
bocas.
Moscú, desde la estación de Yaroslavsky,
corre entre desfiladeros de ciudades;
y antes desde San Petersburgo se despide
del vozarrón de la ciudad
en una carrera veloz huye del tiempo
abandonando Europa se interna en las
distancias aturdidas
y las barcazas de Nevá se despiden a lo
lejos.
Pero el tren ya no los oye, no puede
oírlos ahora
corre presuroso a Yaroslavsky entre la
paciencia de los árboles
o entre la nieve; antigua nieve renovada
y límpida
encuentra frente a la nariz de Moscú.
Vuelta de los incendios, recobrada de
las usurpaciones
Moscú como una criatura antigua que
aguarda
profundamente anclada sobre las raíces
de la tierra.
Constituida de palacios recios, de
fortalezas rojas,
de barriadas innumerables extendidas en
su cintura.
Allí hubo de escucharse a los caballos
del Gran Alejandro
cuando fueron a despertarlos y uncirlos
sobre las calles de piedra
y corrieron bajo la noche hacia las
catedrales de hielo.
Toda la ciudad ardiendo a sus espaldas.
Pero ahora entra en Moscú el tren, la
gran ciudad del Este,
el corazón del Imperio late hacia los
ríos que en verano reverdecen.
Entonces apresúrate, tren del oriente, y
toma el camino
que corta la apatía ciudadana y entre
los gestos de los nombres
huye de los sonidos como un exiliado con
buenaventura.
El mundo se transformaba contra el
tiempo dormido,
construían túneles dentro de las
montañas
y detuvieron el curso de los ríos.
Cerca de Nizhny el poderoso Volga fue
sacudido de su letargo,
enfurecido susurraba en sus orillas a la
ciudad
la vanidad de las criaturas humanas en
erigir un puente.
El río arrastró sus manos en los
pontones
y mojaba las botas de los hombres
durmiéndose en enojos.
Más cuando despertó era ya para siempre:
una vigilia de metal y piedra había sido
erigida
y sobre sus fuentes el tren cobraba
impulsos acercándose al cielo.
En Nizhny Nóvgorod sobre el río Volga
una prolongación de la piedra
permaneció,
hasta llegar el tren cobraba vida
fragorosa
que arrastraba vagones asfixiados de
humo ,
cruzaron a quintales el asombro mareado
de la corriente.
Lo asombraron los gritos de los hombres,
el olor del metal caliente, el humo
atormentado.
Y el Volga, amado entre los ríos, cantó
una voz de agua profunda.
Una trepidación de los pilares ascendió
desde el agua
respirando mohosa y verde contra la
piedra,
no alcanzó las vías, las madres, el
camino férreo
no fue hollado y consumido por los
líquenes,
y el tren transcurre sobre su privado
sendero
ajeno a la distancia en su orgullo de
caminante.
De la ciudad y sobre el río,
vuelta la espalda al vozarrón de los
Urales asombrados
este gusano monumental que horada
ahora los tiempos de Siberia
corre en el camino del sol, entre la
hierba
sobre la frente del planeta hacia el
Este inmortal.
Y cruza ahora un río, y luego un riacho,
y nuevamente un río de la tierra,
como una mariposa segmentada
en vagones ciegos
como una calabaza vuelta maquinaria de
hierro.
Más vivo que la guerra y sus estruendos
de pólvora,
que la materia concebida entre berridos,
cual una fuerza material del elemento
el tren despliega a la extensión su
brazo atornillado.
Así entra en Siberia. Han de verlo
los habitantes de las ciudades mínimas
que entre el verde de la llanura buscan
o entre la sangre pálida que nieva,
o los huidos animales oscuros que no le
han puesto nombre
pero levantan sus orejas tibias hacia el
traqueteo;
y el tren los ignora. Avanza, siempre
avanza mudo y monumental de quejas,
más solitario que el mismo abandono
sobre la vastedad que pertenece al sol.
Así en su gloria magnífica, en su
inmensidad ferrosa;
Luego en las cosas mínimas que lo llevan
o lleva
Sumergidas al sueño del viaje mil veces
milenario.
Dentro del tren aguardan ahora quietas y
expectantes
Verduras, zapatos, una caja de
cigarrillos claros,
El reloj de una anciana, la madera
lustrada de los bancos.
Cualquier persona que vaya con el tren
lleva dentro de sus bolsillos o detrás
de sus lenguas
la infinita presencia del mundo humano.
Desde las colinas de Kama viene el río,
con su corazón helado y húmedo
que huye de los Urales vuelto de
espaldas al Este.
Inundaba las orillas de Perm,
donde se encuentran los caminos del
hombre.
El río ha moldeado a la fiebre humana,
ha dado sus colinas al hábitat de la
criatura
y sus caminos líquidos al comercio y al
habla.
Y con ellos a cuestas abandona
lentamente la vista de las montañas
hacia los mares y las tierras en
Tartaria.
Todos los ríos menores vienen a verlo
y exclaman alegrías de reencuentros
sobre las tierras
del Krai de Perm y en Tatarstán.
Todas las tierras han sido bautizadas,
los ríos han tomado nombres.
Los hombres cruzaron el accidentado
camino al pie de las montañas
donde dejaron nombres
de piedra, de oscuridad, de lanzas, los
accidentes de la materia.
El río Kama nacido en las colinas tomó
su nombre
sobre el agua lo llevó entre sus
fuentes;
lo llevó más allá de los encuentros con
otros ríos.
Y se encuentra con el Volga, más allá de
estas tierras
ambas corrientes se unen en sus
silencios poderosos.
No han podido detenerlos los muros
levantados sobre el mundo.
Pero te domesticaron, te acercaron al
hombre
las bridas de metal y de cemento te
mordieron
la carne antigua abrieron tu vientre
frío y sacaron fuera
la extensión de tu ánimo sereno se
transformó en camino.
fuiste nombrado río y tu voz se desgranó
en murmullos
Los montes te ven correr ahora repleto, eternamente henchido
de tu propia existencia contenida.
La Humanidad ha puesto nombres y límites
precisos.
Frente a la totalidad de la montaña
arrodillada
dijo “aquí y aquí comenzaran los días,
se mantendrá el idioma,
se abrirán las estaciones de las hojas.”
El río las ignora, la montaña las
olvida.
Pero los hombres pintaron una línea
blanca,
una piedra fue arrancada del sueño para
erigirse gritando
el color y la autoridad de las reglas
ajenas.
Un obelisco universal anclado en el
silencio de los campos
proclama su voluntad de mensajero de
límites.
Allí la tierra se divide en dos espacios
ancestrales;
La vieja Europa como una vaca pálida
coronada de nieve y con los cascos
húmedos
entra en el vientre asiático colmado de
murmullos
para pacer en la sabiduría del bosque
disperso.
Pero el tren ha sido hecho para el
momento indescifrable del viaje,
pertenece por igual al ahora y al aquí,
como al futuro del allá
dondequiera llegue su tembloroso índice
hemisférico
recorre las tierras más allá de la
ciudad última
escala los tobillos de las montañas y
descubre Asia dormida
como un oso caído entre los ríos.
Y ya no teme su extensión, anida en ella
una voz helada
que lo ha llamado. La escuchó en Moscú,
la sintió en la orilla del Volga
estremecido.
Allí habita el espíritu de Rusia, su
corazón inabarcable
se pasea sobre sus caminos
(...)