viernes, 19 de junio de 2020

La muerte de mi abuela se construyó
dolor con dolor y la muerte sentada en una almohada
tejiendo distraída cada hora.
Alrededor las hijas inventaron distracciones absurdas,
se afilaron las uñas, se llevaron recuerdos sin manijas,
la vigilaron muda y fría en el sueño,
la llamaron de nuevo con ternura
y la odiaron de a ratos como a un niño
que se empeña en joder y andarse inquieto.

Estaba sola tendida entre el ruido de las cosas,
un clavel que cayó de la maceta;
solo habló con esfuerzo, respiraba
un alfiler a cada bocanada
y la muerte tejía y la miraba.

Fue la muerte en espíritu quien le apartó las sábanas,
le acomodó la almohada y los cabellos,
se dejó en el borde de la cama
nurmurando sus cuentas conclusivas.
Se espantó de su ánimo desnudo
y la dejó tendida en la agonía.

Aquella fue una muerte interminable
que atravesó todo a su paso,
se miró en los espejos, revisó los cajones,
fue desordenando los adornos
olvidada de todos los dolores.
Aquella muerte no cumplió su oficio.


Muere una tarde, se mueren las hormigas,
una columna muere y se desmiga,
muere una hoja que alguna vez fue brote,
muere la tierra y se mueren las flores.
Morir es algo que sucede siempre,
en todos los rincones de la vida;
algunas muertes, acaso uno supone,
debieran de llegar por la ventana
soplando suavemente las cortinas.


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