En el principio Dios creó al gato
y luego el hombre lo mandó al espacio.
Antes ya lo había destinado a las ciudades,
a los callejones y a los aquelarres.
Antes del viaje sideral del gato
este ya había recorrido las hogueras de los monjes,
la turbia marejada de los borrachos callejones.
Cuando ya había conquistado a la nocturna
y establecido su imperio de ratones,
cuando la sensualidad era sabida en su silueta
y toda cosa oscura en su figura,
entonces lo mandaron al espacio
a conquistar la Luna.
Félicette, la bella, la operada,
la gata vagabunda de electrodos,
viajó en un tubo gris hacia una noche
oscura y fría a la que no entendía.
Cuando a la memoria le preguntan
ella no sabe nada del primer gatronauta.
La memoria es humana.
Recuerda al chimpace porque nos remeda,
recuerda al perro porque nunca nos odia,
recuerda a la rata porque nunca nos deja.
A la gata metida en una caja,
con los ojos esquivos y el bigote erizado,
apenas la recuerda.
Los gatos son los hijos del aceite y la piedra.
Pertenecen a un mundo que no comprenderemos.
Ellos no saben de nuestra búsqueda
y viven escondidos mientras vamos dormidos.
Félicette en el cielo con correajes.
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