aquel de rostro oscuro,
que ya no tiene nombre,
(que nunca lo tuviera),
se sentirá culpable
de las puertas hendidas,
o del temor anudado
como una enredadera indigna,
como un collar tiránico
en el hombro del otro?
Podrá, hoy quizá ya viejo,
dormir sin que lo apremie
la dureza del gesto
con que los muertos miran
desde los almanaques repetidos,
desde los muros derruidos
que se ocultaron
para que los olviden de sus balas,
que no les encuentren
los ladrillos partidos.
Podrá el viejo sin nombre,
sin rostro, ya no tiene
cabeza, manos, piernas, estatura,
le falta aire, sombra.
¿Podrá quizá sentirse menos hombre
o más oscurecido
en su crimen diminuto?
De haber estado
aquellos días de lluvia,
aquella tarde pálida,
aquellas horas míseras,
hurgando entre la carne de la angustia.
¿Podrá morirse e ir a ser silencio
junto a los muertos que ayudó a morirse?
¿No querrá el hombre,
el hombre costumbrista
de ayer, como la vida,
pedir perdón
a gritos
por las calles?
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