miércoles, 12 de septiembre de 2018

Abimael Guzmán es un viejito
con los ojos de vidrio
oscuros, negros, redondos
de tan negros.
Parece inofensivo de tan viejo,
tan inclinado y roídos tiene los hombros.

Una vez, hace tanto, alzó las manos
gritando una verdad inconfundible
y el resto de la gente lo miraba
callados, lo miraban desde el resto
los hijos de los muertos, los abuelos
que no verían sus nietos, los hermanos
que no dirían hermano nuevamente,
los padres enviudados a la fuerza,
las madres que enterraban a sus hijos,
los niños que crecían en el mundo
se alzaron a mirarlo, humeando todavía
los edificios rotos, las vidrieras
quebradas desde el suelo lo miraron,
lo miraron, lo vieron, lo nombraron,
unieron nombre, cuerpo, sombra
en una sola especie nueva hallaron
que Abimael Guzmán iba a la cárcel
con la palabra en alto todavía.

Cuando la sombra ocupó esquinas
de la ciudad, halló refugios
inesperados en la costumbre humana
los hombres inventaron las cárceles
para esconderla allí sin que rondara,
para guardarla hasta que muera de cansancio.

(...)

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