miércoles, 12 de septiembre de 2018

¿Acaso estuvo Dios sobre la augusta senda
que lleva entre caminos a los Andes? 
No. América lucía por si sola 
su nacimiento y su permanencia 
como una tierra ajena al extravío 
que sobre las aguas vinieron a sorprenderla.
Vino del agua y trajo fuego y peste, 
y trajo bajo el ala de las aves 
sabidurías y refutaciones.
No estaba el aire quieto, no lo estuvo 
mucho después cuando ya había ardido 
que en la ceniza se miró las manos.
¿Quién puede ya afirmar que ha sido salva?
¿Y quién puede afirmar que antes lo fuese?

¿Ha sido labor de Dios que el Andes levantara 
su cumbre sobre el rostro de la tierra?
No lo fue. La tierra abrió su piel 
y lloró mares para las fisuras. 
Dios estaba dormido, o ya no estaba. 
La tierra abrió su piel y se dio hijos.
Por mil generaciones inventó cada día,
expuso las ciudades, se resquebrajó en campos 
donde el terrón discreto y solapado
bebió para abrazar a la semilla, a la raíz primera, 
susurrando en el pie de la floresta 
un poema sin rima ni metáfora. 
El primero de todos los poemas; 
aquel que solo saben de memoria las flores, 
los caracoles, la montaña y el viento, 
que entre todas las cosas son eternas. 
El poema que puede escucharse en el silencio ardido de los árboles. 


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