Los hombres te hicieron un templo en su ciudad
y te cantaron, con susurros, letanías de sus miserias
que día a día son nuevas para las criaturas
y para ti son viejas. Condenada a la piedra,
tu alto pedestal te alejaba de la tierra.
Envejecían sin pausa, adoloridos, buscándote
los ciervos decaídos, los árboles sin hojas.
Un otoño infinito era su vida, dolorosa.
Los hombres te adoraban en los altares
con tus pies en el humo y tu cabeza en las rosas,
murmuraban tu nombre en oraciones.
Prisionera en sus templos, te habían hecho suya
y la agonía del mundo no tenía sanadora.
Ellos, los temerosos de tu obra, te tenían
prisionera de sus altares.
Te arrojaste el el mundo, escondida en la lluvia
curabas el dolor de los escarabajos.
Dentro de ti durmieron los árboles.
Pero los perdonaste, fuiste a verlos cada día cuando se caían
los llevaste contigo, sonriendo.
No volviste a tus templos, tus altares
han quedado vacíos. Crecen las hierbas
en donde antes dormías encadenada.
Ella ha venido a mí. Puedo verla
enseñando los dientes en el espejo
su pálida figura se diluye
en las penumbras de los muebles.
Abre la boca, Muerte. Dí mi nombre.
domingo, 21 de enero de 2018
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