lunes, 3 de abril de 2017

Años atrás, en el pasado. Hace ya muchos años,
(Ah, tantos años.. ), Albert Speer plantó nogales.
Verdes nogales con altas ramas esbeltas entre el viento.

Y caminó alrededor de ellos,
y levantaron sus ramas y rieron.
Caminó alrededor de ellos,
y les hablaba y saludó sus brotes.
Caminó alrededor de ellos
hasta marearlos con su interminable palabrería.

Les habló de sus culpas y ellos oían
el viento en la alambrada de Spandau,
la nieve sobre el patio y los caminos
que el hombre se inventó para sí mismo.
¿Fue esa una proeza del hombre?,
cuando Speer fue caminando al Este.

Ahora que todos aquellos días han desaparecido,
en una plaza de Berlín los nogales de Albert Speer
(aún) susurran letanías y nueces cincuenta años después.

Una noche, a la hora de las puertas abiertas,
Albert salió por una esquina de la prisión
y nunca más volvió a recorrer el jardín junto a la nieve.
(Quizá partió diez años antes hacia el este,
y ellos lo siguieron con sus raíces, con sus hojas.)
Pero esa noche, aquella última noche
Albert Speer fue devuelto al mundo
y ellos, los nogales, quedaron en silencio.

Pervivieron, solemnes y angustiados, dentro del tiempo.
Rudolf Hess envejeció en sus ramas,
habló en el viento, se encerró en la luz
de sus rituales despreciados.
Y un día él también estuvo muerto.
La prisión derruida, los guardias se marcharon;
solo los nogales quedaron perdidos en la ciudad.

Deben seguir ahí, en un lugar de Berlín, esperando a los muertos.


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