miércoles, 2 de septiembre de 2015

Fui un niño delicado que ni correr sabía.
Nunca llegaba a tiempo al chiste
y cuando comprendí
porque se reían tanto fingí la risa
y quedé para siempre fuera de los espacios.

Yo sabía construir castillos con ladrillos.
El árbol solitario detrás de mi entonces casa
sabe muy bien de lo que hablo.
Sus raíces y mis piedras mas de una vez frenaron
ejércitos de orcos que nadie más podía.

Mi juego de la infancia
tenía nombre de nórdico enano
y se llamaba Tolkien,
hablando con la lengua trabada.

Dibujé un conejo,
creo que a los diez años,
y en la cara de ellos mire mi propia cara.
Nunca la soledad me había costado tanto.
Un conejo pastoso de tinta azul oscura.
Quizá por él escriba en negro o rojo.

De chico ya sabía que no hay Ratón con dientes,
ni hay Papá Noel ni hay Hadas madrinas.
Creí en los dinosaurios antes que en Dios
y siempre era el hereje de la clase
que más rápido llegaba a la mentira.
Nunca aprendí las tablas,
que algunos aseguran sirven para restar.

Me canse una mañana
y cuando me cruzaron puse muy mala cara.
Tenía una trincheta en el bolsillo.
Nunca he sido asesino
pero sabía mentir, mejor que aquellos niños.
Fue la primera vez que me llamaron loco.

Fui un niño esforzado
que nunca tuvo éxito en matemáticas
hasta que ya fue tarde y no hacía falta.
Nunca aprendí a decir que fácil terminé
deme otro ejercicio.

Ojalá me hubiesen dejado dibujar conejos y ranchitos.
Pero ellas sabía que un día dividir iba a ser importante,
igual que la bandera, jurar lo inintendible,
decir hello, goodbye, son diez y veintisiete.

Nunca crecí igual que los demás cachorros.
No estaba destinado al fútbol del domingo.
A veces aún los miro, como solía mirarlos
cuando en quinto año jugaban a las cartas
y todos se gritaban al oído.

Yo estaba hecho para escribir mentiras.


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