martes, 4 de octubre de 2016

De Flavia yo recuerdo el dolor,
porque había venido del dolor
y al dolor iba. Y era niña.

Una tarde se desató el cabello
como una larga cola de un perro encadenado,
como un río de costumbre teñido de penumbra.
Y de manos delgadas, de niñerías hambrientas,
se peinó sabiamente. Sin pausa y sin escándalo.

Después nos vino el día, que siempre ha sido uno.
El suyo le dio un hijo y le cubrió los ojos.
El mío ha sido este que se mostrara bueno.
Pero de Flavia vino el dolor y quedaba
como una sangre nueva sobre el color del agua,
como su largo río de penumbras cotidianas.

Un día dijo palabras y sacó una cadena.
Una tira brillosa de grilletes de plástico
se le cayó hasta el suelo desde sus niñas manos.
Y por esa mañana se reía a cada rato,
porque ella sabía los secretos del plástico
para hacerlo cadenas ilusorias verdosas.

Después vino llorando, a escondidas lloraba
porque siempre los niños lloran a escondidas
cuando llorar no sirve para nada.
Y en la espalda le crecía una mancha de rabia.
Un mancha más roja que el asombro.
Una larga y roja mancha que latía.

De Flavia apenas recuerdo sus negros ojos negros,
y que nunca olvidó mi nombre. Ella podía
saludar con dulzura y vender pan casero.
Un pan enorme y tosco que yo siempre compraba
sin saber que comía pedazos de esa Flavia.
Ella podía decir mi nombre en voz baja
y yo siempre pensaba lo buena que ella era.
Lo minúscula y sabia que parecía entonces.

Pero siempre recuerdo, más que su rostro flaco,
más que su largo pelo, más que sus manos,
aquella mancha roja que cruzaba su espalda.
Aquella inmensa y roja mancha.

Y no veo los caballos, ni los perros cansados.
Se me borran los árboles. Pierdo de vista el pájaro.
Apenas veo la mancha. Aquella mancha roja
sobre su dulce espalda.


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