Casi olvidada, etérea, blanca,
en puro hierro y cal desnuda,
la ciudad de los muertos cumple largas jornadas
de vigilar las horas.
Dormida está en pesados catafalcos
que la lluvia carcome lentamente
mientras el Cristo llora lágrimas porosas
y se desmiga del yeso hasta el cemento.
El camino de tierra, la ciudad
y los muertos que crujen.
Ataúdes lustrados, ataúdes desnudos,
huesos viejos y migas, huesos nuevos,
cansinos murallones dormidos.
La ciudad tiene un tiempo
que no comprenderemos
porque, seres fugaces,
pasamos y dejamos amagos de paciencia
aun cuando seamos gorriones
apresurados de pura primavera.
La ciudad tiene un tiempo al borde de los días.
Responde al ciclo antiguo del agua y el camino,
de huevo a lagartija, de gorrión hasta nido.
Abarca días sin soles y noches desveladas.
Y a veces, solo a veces, tal vez quizá coincida
con el carruaje fúnebre, con la última viuda.
Hasta entonces se duerme, al borde del camino.
Se inunda de verdores, se refugia en terrores.
lunes, 30 de marzo de 2015
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