Casi olvidada, etérea, blanca,
en puro hierro y cal desnuda,
la ciudad de los muertos cumple largas jornadas
de vigilar las horas.
Dormida está en pesados catafalcos
que la lluvia carcome lentamente
mientras el Cristo llora lágrimas porosas
y se desmiga del yeso hasta el cemento.
El camino de tierra, la ciudad
y los muertos que crujen.
Ataúdes lustrados, ataúdes desnudos,
huesos viejos y migas, huesos nuevos,
cansinos murallones dormidos.
La ciudad tiene un tiempo
que no comprenderemos
porque, seres fugaces,
pasamos y dejamos amagos de paciencia
aun cuando seamos gorriones
apresurados de pura primavera.
La ciudad tiene un tiempo al borde de los días.
Responde al ciclo antiguo del agua y el camino,
de huevo a lagartija, de gorrión hasta nido.
Abarca días sin soles y noches desveladas.
Y a veces, solo a veces, tal vez quizá coincida
con el carruaje fúnebre, con la última viuda.
Hasta entonces se duerme, al borde del camino.
Se inunda de verdores, se refugia en terrores.
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