lunes, 30 de septiembre de 2019

No te fundaron, fuiste construida
por las costumbres de los que no se fueron;
quedándose, de tanto estar y repetir caminos
alumbraste tus calles y tu aliento
a descampado árido, a palmera pudorosa,
a desnudo cemento domesticado.

Eres más la costumbre de el andar cotidiano
que una línea edificada o que una ciudad.
No tienes eternidad, fuiste siendo dispuesta
en tu esparcir de calles y de patios
dejando caer portones, callecitas, perros
como semillas de un jardín polvoriento.

Y fue la ciudad, un día estaba entre los árboles
la conquista y el orden de la tierra,
retroceso de ríos milenarios,
extinción de los fuegos primeros,
inauguración de motores ardientes.
Definió que porción de sus rincones reservaría a los muertos
y se echó, para rumiar las horas.

Como las cosas vivas cuando brotan.
El tatú cuando cava, el perro cuando llega,
los árboles que se estiran hacia el viento,
no descubren su sitio en la tierra.
Ocupan un espacio y una hora,
así fue la ciudad.
Donde había campo y yuyos puso hierros,
reemplazó hormigueros y raíces con avenidas,
enderezó la pereza del lapacho.
Tarea de años fue aquella costumbre
de levantarse y apartar el río.
Cuando llueve se evapora y corre el barro por el borde del camino
hacia el terreno que aún no ha sido y espera.

Cuando viajamos de noche y el camino se acerca
crece su resplandor por todo el cielo.
Su coraza de luz se eriza en la distancia.


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