lunes, 2 de septiembre de 2019

Cuando los dioses terminaron la obra
estaba todo construido:
el mar con caracoles,
las ballenas,
los árboles más anchos y más altos
todos habían sido terminados
con su estatura justa.
Las ideas flotaban en la voz inmaterial,
eran susurros y canciones,
semillas, yemas, brotes.
Los pueblos emergieron de la piedra,
la piedra tuvo arenas,
hubo muertes y vidas infinitas.

Y el silencio se extendió
sobre las cosas puso su ánimo pálido y sereno.
Creció hasta comer colores,
ocupó los colores del invierno,
apretó el sueño bajo sus manos frías,
contagió pereza al calor,
detuvo el mediodía.
Amenazó la creación de tan enorme.
Las hormigas olvidaban volver,
los huevos no brotaban.

Y entonces los dioses construyeron la alarma
dentro de la garganta de los gallos
dieron cuerda e inicio al nuevo día,
grito valiente y roto
enorme ráfaga
 de cristal dolorido
de gozo incontenible
de ruido desbandado
salió cantando erguido
tocando cada pelo y cada hoja
despertó la pereza de la muerte
y la empujó a cumplir por los caminos
y recordó las palabras de la vida
que en cada sueño aguarda.
Solo el gallo
tiene esa constelación de desafío
desplegada en el grito de la mañana
hierve en su voz
el futuro posible.


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