martes, 28 de julio de 2015

No todas las estrellas bajaron desde el Norte.
Algunas ya brillaban cuando el ñandú corría,
solitario atleta de la pampa sin caminos.

Nosotros somos hijos del indio muerto
al que ninguna estatua recuerda.
Nacemos en poblados adentro de la tierra.
Pueblos de casas chicas y nombres de soldados
o de difuntas damas.
Somos los indios nuevos de esta tierra y cemento
que habitamos la densa nube de las ciudades
con nuestros ojos pardos y nuestras manos anchas.

Mi abuelo, el de los surcos hechos a pala y tierra.
Mi abuela de la falda y religión obtusa.
Y antes que ellos la india que a veces rescatamos
en historias nocturnas como toda leyenda.
A veces un abuelo se nos descubre gringo,
pero todos los nietos ya lo han olvidado en sus uñas morenas.

Tal vez llegamos antes en barcos de madera,
cuando los hombres tercos nadaban sin saberlo
hacia la tierra ancha que aun hoy nos desconcierta.
Conservamos sus nombres, su barba, su destreza
para el habla, el cuchillo, a veces la pereza.
Decimos carbonada, nuestro señor, paciencia.
La guitarra es herencia que ninguno desecha.

Pero detrás de todo nuestro cristo
es un indio al que no conocimos
y al que los niños tiernos que largamos al mundo
recuerdan cuando piden con sus ojos castaños.

Nosotros somos indios nuevos de esta América extensa
que siempre guarda nidos para futuras siembras.
Somos los descendientes del caos universal.
Miramos las estrellas buscándonos el pan.

Y a veces aun llegamos a aquellas viejas costas
donde el oro y la piedra les dieron sus ciudades,
donde vagan sus reyes bajo su majestad.


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