Ordena el mundo cada día.
Si la dejáramos lavaría las ventanas de la noche
por una eternidad sin consecuencias.
Si la dejáramos nos despertaría con un sol deslucido
a fuerza de brillos y cepillos ardidos.
Su esposo disemina piedrecitas y polvo
como un gigante tosco que ríe sin motivos
construyendo los nidos de águilas huidas.
Pero ella barre el mundo tercamente
y en cada amanecer cuelga banderas húmedas.
Son cotidianos, pulcros, aburridos.
No miran más allá de sus olvidos.
Cultivan la ignorancia de paciencia
en la antigua vaciedad de la decencia.
Se duermen cuando los escribo.
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