También se mueren los poetas;
fíjense el caso del anciano ese
que ayer nomas se deshizo en la luz
y quedó solo un montón de poemas.
Él, que fuera sacerdote de guerra y paz,
que amó a una mujer que no lo amaba
y se adentró en el amplio silencio,
que fue llamado cardenal y cantó solo
sobre el ruido infinito de las gentes,
con la voz de un dolor que tuvo pueblo,
anchura, colores, alaridos, disparos en mitad de la noche.
Así era y ha muerto ese hombre completo.
Y los demás, la mujer que amaneció sin tregua,
el que entregó la vida en la oficina,
la que fuese sirviente de lo eterno,
el que cantó a todas las criaturas,
quién descendió al infierno,
el que murió riendo,
la que nombró las cosas,
el que odiaba a quién lo acompañó en la muerte,
el que tosió la sombra de su celda,
la que ganó un anillo.
Todos ellos están muertos.
Una vez lo vio la multitud arrodillado
todo de blanco él y el dedo de Dios todo de blanco
enfrentados y solos, desunidos para siempre.
Obligado a cantar dentro de jaulas
el cardenal cantaba las traiciones,
enumeraba delitos, los menores retazos de la pena
que cruzaba las calles de Managua en limousine.
Obligado a callar, fue su silencio
una extensión de pólvora y de viento.
Cantó dentro de las calles más numerosas,
cantó debajo de los versos y las músicas ajenas,
se entreveró en amores que no eran los suyos,
el cardenal que ayer se ha volado lo he escuchado cantando en la ventana.
No ha habido pájaro más pueblo.
Se mueren los poetas una tarde, de pronto y sin que sepan
quedan tendidos con la carne muerta
mientras les crece el verde de los dedos.
sábado, 4 de abril de 2020
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