lunes, 6 de abril de 2020

Cuando uno lee a Ioshua
se sabe que él amaba
las calles de sus barrios,
el olor de las noches,
el color y el refugio de las chapas,
lo incompleto y lo duro de la villa,
lo amaba rabiamente
como se ama siempre lo poco que uno tiene
y que se pierde a veces
si acaso se descuida,
si viene otro y lo lleva,
si se incendia la misera,
si cae la policía con su hedor a malicia
y suenan por los pasillos los tiros atrevidos
de uno que salió solo para hacer con la vida
lo poco que se tiene.

Cuando uno lee a Ioshua
atemoriza todo
lo que uno no ha vivido
y le ha tocado en suerte a los hombres morenos
que viven en las calles de las ciudades esas
que uno no se imagina que sean así de ciertas
como las cuenta Ioshua.

Pero Ioshua se ha muerto,
es verdad que se ha muerto
y de eso nadie se cura,
no se cura si se ha nacido pobre,
o si ha nacido puto,
o tiene piel de tierra,
las uñas desparejas,
el cabello severo,
esa afición de hambre y de sobreviviente
que tienen los guachitos que nacieron apenas
rodeados por alambres.

De todo eso culpable
el Ioshua hizo una rosa
que florecía gritando
como hacen las rosas cuando no han entregado el alma
y todavía son rosas, apenas
solamente rosas color de rosas
con forma y con arrestos de rosa,
de cardo, de yuyito.
Que lástima que solo
podamos leer al Ioshua
y no verlo gritando en mitad de la calle
un sábado a la tarde.

Y si sos negro,
pior...


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