Una vez un enano descubrió en una mina
el mejor y mas bello de todos los diamantes.
Lo levantó en el aire, que lo viese la Luna,
y ella vino a rozarlo con su blanca sonrisa.
(Pobre enano, tan solo, trabajando en la mina.)
Tomó el diamante, y lo besaba
como se besa siempre a los amantes.
Dentro del chaleco lo llevaba,
arrullado en la cuenta del pálido reloj
que se contaba eslabones de tiempos idos
y que no descubrió la inmemorial belleza
del diamante escondido.
Y nunca quiso unirlo a una cadena,
arrullarlo en el oro o acunarlo
entre los hilos pálidos de una diadema.
Lo conservó desnudo, como un grito,
refugiado en el espacio del olvido
de donde lo tomaba a escondidas
para mirarlo extasiado de su brillo.
Desnudo aquel diamante, solitario
en su frío. Ni un nombre y sin un signo.
Vino entonces la procesión al cabo de los siglos:
la Vejez con sus sienes pálidas,
la Enfermedad y el Dolor,
vino la Muerte a sujetar los hombros del viajero.
Lo recogió en su falda antes de que tocase el suelo.
Tenía una larga barba y un abrigo
la tarde cuando lo llevaron a la tumba
en la profundidad pulida de la tierra.
No supieron los otros, los profanos,
que el diamante se le quedó en el pecho.
Bajo la piedra pura el enano yacía muerto,
y en el bolsillo brillaba, escondido de siempre, su silencio.
miércoles, 15 de noviembre de 2017
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