jueves, 2 de noviembre de 2017

Dios estaba solo,
y lloraba océanos de perlas
como una lluvia sin llegar al suelo.
Dios estaba solo
y construyó océanos de luz,
se arañó las manos y cayeron cometas.
Pero la luz no habla,
el agua no se mueve,
todos los pájaros aún no habían llegado.

Así que Dios se tomó con las manos
la olímpica barriga
y se cortó hasta adentro.
La conmoción fue universal
y se rajaron los cimientos del cielo.
La negra sangre manó desde las rocas
cubriendo los orificios humeante
desde la augusta carne desgarrada.

El grito ha sido eterno,
aún resuena más allá de las montañas
en el quejido de los árboles que duermen.
Aquel grito celestial continúa
como si todo el tiempo no hubiese sucedido.
Todavía estamos sobre la piedra
pero ya no lo oímos.
Como la música de las esferas,
el grito del dios rebanado a sí mismo.

Con esa arcilla entre sus manos,
sangrando aún y aún latiendo,
nos formó en la vida.
Sopló después en la nuca de las criaturas muertas
y echaron a andar.

Pero Dios se retiró a los abismos
y un antiguo reguero a través de los espacios
nos lleva hasta su cueva.
Más allá de ls rincones del cielo
hubo de encontrar un sitio propio,
y floreció su sueño entre las piedras.

*

Dios estaba solo, y lloraba
océanos de perlas,
plumas de gallos,
carozos de aceitunas.

Dios estaba solo y creó
a los hombres a su imagen y semejanza.
Tomó la extensión de su barriga
estirándola hasta crear el tiempo
y se cortó la carne inmaculada
desde arriba hacia abajo.

Dios tiene ombligo
porque de ahí fue de donde hemos salido,
y heredamos su cicatriz
para que no se olvide
que Dios se cortó a si mismo
por pura estupidez o por encanto.

Pero Dios huyó despavorido
del dolor y la sangre,
se refugió en las ventanas del cielo,
en el espacio de las estrellas.
Más allá de todo campo y día
en donde solo habita su silencio.
Y los hombres no han podido llamarlo.

Entonces prosperaron en la tierra,
trepados a las montañas escamosas,
en sus gruesos y rocosos intestinos,
acomodaron el paso de las vacas
sobre el surco robado a las hormigas
que desfilaron llevándose con ellas las semillas.
Atrás se mantuvieron los seres olvidados:
el milveces antiguo escarabajo,
el callado y jadeante cocodrilo,
la sincera tortuga enmohecida,
el áspero tiburón y la bacteria.
Los hombres se acumularon como nubes
hasta morder la barriga del cielo
con el diente pálido de la ciudad.

Y llamaron a Dios, desde las torres
dijeron sus incontables nombres
que olvidaban en una edad y en otra
recobraban más viejo y más brillante.
Pero Dios no atendía, el cielo era
solo la vastedad del universo
que de tan ancho no hemos podido retenerlo
bajo los círculos de nuestra esfera.

Entonces la Humanidad gritó
de oro una voz amarga y buena
que asomada al umbral del infinito
se hundió en la misma carne del cosmos.
La máquina cruzó el espacio, piel helada,
más allá de la luz y la certeza
se desprendió para siempre de nosotros.

Dios aún no ha respondido.


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