lunes, 6 de noviembre de 2017

San Martín de Porres nació, vivió, murió en Lima, Perú,
cuando el Imperio era grande.
Fue negro, indiano y mísero
por vida y vocación de oficio.
Y elevado a la dignidad de los altares
no pareciera muerto todavía en América.

Trató de hacerse más pobre, más pequeño
ha de poder barrerse con la escoba
que a la calle lo echase por la puerta
para rodar entre los pasos de los hombres
convertido definitivamente en polvo, en miga,
que no pudiese nadie verlo
y aún con él se sostuviese el Universo entero.

Se condenó a sí mismo a la miseria
de ser el único despierto
cuando todos los demás están dormidos,
para esperar que Dios entrase en el convento
a conversar tres horas por la tarde
o en plena media noche en Lima.

Así fue como huyó de su destino
que habiéndolo nacido negro, indiano y mísero
lo devolvió negro, indiano y mísero
para mayor gloria de Dios que está en las nubes
desde dónde se asoma en ocasiones
a mirar los desatinos de los hombres.

Pero el otro Dios, el cualquiera
que viene en las horas pacíficas y en las tormentas
agitando su vara de manzano
y dando luces y arrullos de palomas
dicen que lo acompañaba a orar frente al altar
en media noche, y día bajo la escalera.

Los hombres lo elevaron en la muerte
con adornos de piedra bendecida
aligeraron el peso de sus manchas;
esclarecieron lo oscuro de su vida
y el sol vino a dormirse en sus altares
como una paloma dolorida.

De aquel difuso tiempo viene
una voz ancestral que nos repite
que hoy y mañana la bondad se cuece
en los actos nimios de la vida.
Hay quien puede domesticar el día
y llevarlo prendido en la cintura
como un bolso repleto de costumbres.

Si aquella fue su vida, esta es su muerte
que la piedra pulida y la madera
florecieron de adornos, ya reliquias.
Y aún con el peso del siglo pareciera
en la luz de la estatua que pregunta
todavía, hacia el cielo, la miseria.


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