martes, 1 de marzo de 2016

Escrito a los casi 23 años, y con ambición de seguirla.

Este papel dice que he nacido,
para morir después aunque lo calle.
Me llamo José, por el padre
que nunca fue virtuoso o putativo
y que ya no reconozco por la calle.
Y me llamé Virginio, por el viejo
amargo y retacón que no podía
verse en mi figura tan lejana.
Y me llamaba Leiva, como un pueblo
de piedra en las montañas españolas
donde corre La Rioja como agua.

Pero después, arrepentido el hombre
quiso hacerse hombre
y me cambio de nombre sin decirme.
Gonzalez fue entonces mi nombre.
Nunca se nombró con tanto afán y esmero.

Desde entonces vagué con la mirada
del que lleva la humanidad en si
y sin saberlo tenía miles de hermanos
que llevaban mi nombre hasta volverme anónimo.

Me llamo José, como el bien muerto;
Virginio, bajo su capa azul venerada,
como millones soy José Gonzalez.

Pero tengo otros nombres, olvidados
que nunca conocimos ni tocamos.
Los nombres de los indios que quedaron
perdidos para siempre en la tristeza.
Tengo nombres en lenguas ignoradas
y en signos de madera y piedra.

Desciendo de señores y de esclavos.
Soy el marqués y el pogo, la raza y la miseria.
Soy sefardí, moro, lisboeta,
tano, alemán, inca, castizo.
De toda sangre vengo como América.
Hasta mi nombre es una bandera
que pueden llevar miles de mis iguales
sin que a mi escudo le ocasionen afrenta.
A veces, y no por vanidad, yo soy América.

Pierdo los hilos. Ya me recompongo.
Casó mi madre entonces con sus libros,
con su descanso de no detenerse nunca.
Voló mi padre, Ícaro criollo,
y dio contra otro suelo diferente.
No estaba hecho el pan para dos dientes.

Y así me dio por caminar la noche,
como a los años nomás de nacimiento.
Solté las manos de alguien algo atento
y caminé en el viento sin caerme.
Hable como hablan los loros barranqueros.
Por vanidad, por fuerza, por costumbre.
Me hice de asombro, de sangre, de accidentes.

Amé los árboles, la piedra partida.
Tomé la furia oscura de la vida.
Ardí de fiebre, dormí como los días.
Fui con el viento al sur
y la tormenta me devolvió a los nortes.

Deleité el arte de los equilibrios.
Las redes clientelares del amigo.
Esquive como pude el lance matemático.
Mal se llevó conmigo el sustantivo.

Pero de todo monstruo he sobrevivido.

Y aquí me descubrí valiente.
Hijo de tierra, sol del horizonte.
Salí a la calle polvorienta para mirar
la senda del mendigo.
Tuve el amor confuso de los grillos
cuando volvía a oscuras
para dormir hasta que arda el día.

Entonces fui Caín, y Abel.
Y Cam cuando dormía.
Fui nieto de la anécdota,
y hermano del olvido.
Hubo una rosa y una espina juntas
en cada encrucijada del camino.

¿A que seguir contando lo que sigue?
Nada me aguarda parece todavía.
Y sin embargo vago hecho palabras,
trazando gestos cargados de vacío.
Busco una huella para seguir cautivo
de los asombros azules de la vida.

Yo soy aquel que todo ha preguntado,
y aunque aprendí a rebajar la voz y ser discreto,
soy mas sonoro que el río enfurecido.
Tengo más voces que cuerdas la guitarra.
Tengo más ambiciones que una rama.
Crezco nomás, es cierto por ahora,
pero espérenme en una calle a solas.
He de cruzar un día a cierta hora
y me verán la cara como un mapa.
Hecho de tanto andar sin darme pausa.
Porque ya se que el único descanso
es el amor, y nunca es para tanto.
Mas descanso es la muerte tenebrosa.


No hay comentarios:

Es un día de frío.  Lo sé porque es el viento  y el cariño del gato  las cosas que lo anuncian. Renovado y discreto este primer día  del oto...