Entonces se apagaron,
hasta volverse obtusos y borrosos
en distancias que no tienen remedios.
Les surgieron las quejas,
la moral, la decencia,
la miseria tranquila del bicho que se aquieta,
el rincón cotidiano de su parca presencia.
Y no podemos verlos
como veíamos antes
su paso conocido,
tal ves melificado por la cercanía.
Ahora ya conseguimos odiarlos,
apartamos su gesto de descaro
en su palabra tonta
su vanidad se cuece
humeando como plato
de misera presencia.
Pobres, tan miserables
que ni ven el espejo,
que no ven que lo quiebran.
martes, 11 de agosto de 2015
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