miércoles, 22 de mayo de 2019

Sexcentésimo escrito, 
perezosamente.

El gato miente siempre, no parece
que detrás de sus ojos aguarde el oro
y no ha querido impresionarnos.

Cuando lo ven correr, no está corriendo;
escapa acaso de una sombra furtiva,
no duerme, no vigila, no medita.

El gato alcanza la suprema abstracción de la penumbra,
ronda suelto más allá de la luz y de la nada,
deja que el pie del gato camine sobre el polvo finísimo,
sobre el pueblo inmaterial que lo rodea.

El gato no duerme, se desvanece. Abandona
la corpórea sensación del gato que observamos,
lo deja allí desnudo y desmayado, entreabierto
a la curiosidad de la ternura queda solo la carne.
Y el gato se escapó por la ventana, ha escalado ya la corriente del aire.

No puede conocer el hambre, el gato debe permanecer ajeno
a toda la miseria material. Con su pureza exige
que no lo acosen los males de este mundo.
El gato necesita estar entero y rígido a la espera
de un fantasma, una voz, una hora a solas
donde hablará su idioma de ronquidos
y nadie más podrá saber que dice.
Y nadie podrá averiguar su origen.


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