jueves, 18 de abril de 2019

Cuando murió Agapito el pueblo quedó mudo,
sus horas se enroscaron como uñas.
Los árboles empezaron a caerse.

El pueblo tuvo entonces tardes grises,
de polvo y de ladrillos calientes.
Allá donde su sombra ahora hubo muros,
donde su perro quedó solo el silencio.

Agapito traía el mundo de los hombres a cuestas,
arrastraba un costal de cosas muertas.
Y sus manos buscaban solo lo necesario.

Era como un cachorro que ha quedado con hambre,
y era como una perra que se aleja y se lame.

Cuando murió su tiempo lo acompañó en la muerte
sin ruido y sin pausa entre la gente.
Era como la lluvia que se va tras el viento,
o era como una calle que se queda en silencio.
No hubo quien le pidiera quedarse con el pueblo.

Agapito era el hambre y el temor de los niños,
era el perro que gruñe a quien lo hubiese mordido.
Había perdido el habla, el brillo de las uñas,
había quedado solo con su sarna y su olvido.

Recorremos un tiempo y elegimos.
Cuando abrimos los ojos, cuando quedan cerrados,
Agapito podía caminar en el hambre, y en el frío y la locura,
podía estar desnudo en mitad de la calle
y reírse sin alma con los ojos brillantes.


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