domingo, 15 de enero de 2017

Alumna- Profe, ¿qué es esa línea verde? (Señalando el mapa)
Profesora- ¡Ese es el sueño de mi vida!... El transiberiano. Yo ya dije que cuando me jubile me voy a ir en el Transiberiano.

(Fragmento)

El sueño de mi vida es una línea verde,
como una enredadera a través de soledades y fríos
extendida sobre la inmensa vastedad del mundo
pero llameando y quejándose sobre caminos señalados.
Y la blancura de Siberia, la helada mortandad abandonada
solo a los líquenes que en la roca afirman
como una pregunta al cielo su agrestura
que no ha de cambiar mientras el mundo dure.
Han de durar los fríos en la montaña,
y los lagos en el fondo de los valles prisioneros
con sus aguas de secretos naufragados
y nuestras vistas de asombros que nos duran la vida.

Pero ahí, desde los túneles en los Urales cavados por la búsqueda
surge una extensión humana. Una travesía entre los rasgos del mundo.
Más extensa que todas las murallas
solitaria y augusta pareciera como un dios en el bosque.
Así los hombres y las mujeres atravesaron las montañas
contra el desafío imponente del espacio se extendieron
en la búsqueda del mar que siempre queda
al otro lado del mundo, repitiéndose.

Duró generaciones incontables. Las luces y las sombras
se alzaron y decayeron en el cielo,
y las montañas escuchaban el repiqueteo de los martillos
alejándose hacia el este hasta perderlos en la memoria
sin saber en su sueño que ocurrió más allá, entre la nieve.
Pero se extendieron los hombres, el tren transcurrió
atravesando la llanura conquistador y llameante
arrojando al regazo del viento su aliento de hierro candente,
una larga fumata de humo y hollín es la huella
del tren cuando viaja al oriente.
Ahora los pastores lo miran pasar, lo ancianos pastores de cabras
con sus tiendas de pieles y su mundo de ritos dormidos
se alejan de espaldas al tren a través de la llanura.

El sueño de mi vida es verlo todo entonces:
los extensos campos verdes de Ucrania,
las torres del Cáucaso descendiendo al valle del mar,
y el color del Caspio oscurecido y aceitoso
trabajando adentro de la tierra
absorbiendo la sangre de la tierra y aprisionada ahora
en barriles vulgares y sordos arrocados a las bocas innumerables.

Aquella lucha duró generaciones. La larga marcha al este
sobre la tierra cada vez más helada
atravesando los hombros de la tierra.
Los Urales se extendieron asombrados y vieron partir hacia el sol
a los hombres que siempre buscan detrás de los árboles.
Como una travesía en el mar, a través de la tierra.

Levantó los cimientos de la nieve,
despertó el sueño de los caballos que yacían bajo los terrenos.
La tierra dormida sintió una línea de hierro y madera
que reverberó en los rincones del Imperio oculto de la distancia
como una voz de metales que llamó en la noche.
Era un pedido a todas las regiones,
a las tribus que levantaron la cabeza desde su fuego
sin saber de dónde venía el grito.
Y era desde el oeste, más allá de las montañas
desbarrancó en los duros pastos y entró en las llanuras.
El viento abrió la boca hacia la bestia para tragarla
y se volvió hilachas de si mismo contra la espada occidental
que partió la antigua edad del tiempo.
Quizá aquella noche asomó la Luna en la soledad expectante
que ya no estaba sola. Las voces de los hombres
eran débiles y frías sobre la palabra endurecida de la llanura.

Puestos en marcha los hombres atacaron.

Rusia de sangre levantó las manos y en Varsovia
marchó hacia el este cantando en altas voces apagadas
a través del páramo helado en búsqueda humana.
Ha quedado un camino de muertos a la vera del tren
bajo la mano del hombre, la maldad y el invierno.
Nevó esa tarde, con el sol, copos de nieve azul
enterraron los muertos y el hollín que les cubría.
El tren era un silbido lejano en el viento.

Sobre la amplia tierra florecida, a través de la esforzada Rusia Gigantesca
marchó una vena de metal y humo ardido a conquistar lo inconquistable
para tomar de los campos de Ucrania y Georgia el trigo adormecido en sol,
para llevar los hombres más allá del Cáucaso a la llanura,
y de allí dentro de las montañas abarcar Asia dormida.
Fue como una explosión de vida que duró milenios de paciencia
y los hombres murieron de a millares en la orilla del tren.
Fue como un grito desde la boca ancestral que miraba al sol;
los abetos sacudieron su cabellera y despertaron asombrados
a tiempo para ver una loca alucinación del hierro
como una bestia maravillosa y torpe liberada para siempre.

El tren partió desde las tumbas.
La edad antigua rusa cerró los ojos de los zares
en tumbas de piedra y trajes de seda dorada
y luego en sótanos de sangre seca.
Y en San Petersburgo y en Moscú durmieron los días antiguos.

Así el tren partió alegremente, una esforzada tensión del hierro
candente y cotidiano entre los campos
y las ciudades lo miraban asombradas.
Se levantaron puentes sobre ríos,
hasta más allá del corazón asiático.
El Negro el Caspio, el extenuado Aral, escucharon las voces
y el agua traía restos de metal en sus bocas.

Moscú, desde la estación de Yaroslavsky,
corre entre desfiladeros de ciudades;
y antes desde San Petersburgo se despide del vozarrón de la ciudad
en una carrera veloz huye del tiempo
abandonando Europa se interna en las distancias aturdidas
y las barcazas de Nevá se despiden a lo lejos.
Pero el tren ya no los oye, no puede oírlos ahora
corre presuroso a Yaroslavsky entre la paciencia de los árboles
o entre la nieve; antigua nieve renovada y límpida
encuentra frente a la nariz de Moscú.
Vuelta de los incendios, recobrada de las usurpaciones
Moscú como una criatura antigua que aguarda
profundamente anclada sobre las raíces de la tierra.
Constituida de palacios recios, de fortalezas rojas,
de barriadas innumerables extendidas en su cintura.
Allí hubo de escucharse a los caballos del Gran Alejandro
cuando fueron a despertarlos y uncirlos sobre las calles de piedra
y corrieron bajo la noche hacia las catedrales de hielo.
Toda la ciudad ardiendo a sus espaldas.
Pero ahora entra en Moscú el tren, la gran ciudad del Este,
el corazón del Imperio late hacia los ríos que en verano reverdecen.
Entonces apresúrate, tren del oriente, y toma el camino
que corta la apatía ciudadana y entre los gestos de los nombres
huye de los sonidos como un exiliado con buenaventura.

El mundo se transformaba contra el tiempo dormido,
construían túneles dentro de las montañas
y detuvieron el curso de los ríos.
Cerca de Nizhny el poderoso Volga fue sacudido de su letargo,
enfurecido susurraba en sus orillas a la ciudad
la vanidad de las criaturas humanas en erigir un puente.
El río arrastró sus manos en los pontones
y mojaba las botas de los hombres durmiéndose en enojos.
Más cuando despertó era ya para siempre:
una vigilia de metal y piedra había sido erigida
y sobre sus fuentes el tren cobraba impulsos acercándose al cielo.
En Nizhny Nóvgorod sobre el río Volga
una prolongación de la piedra permaneció,
hasta llegar el tren cobraba vida fragorosa
que arrastraba vagones asfixiados de humo ,
cruzaron a quintales el asombro mareado de la corriente.
Lo asombraron los gritos de los hombres,
el olor del metal caliente, el humo atormentado.

Y el Volga, amado entre los ríos, cantó
una voz de agua profunda.
Una trepidación de los pilares ascendió desde el agua
respirando mohosa y verde contra la piedra,
no alcanzó las vías, las madres, el camino férreo
no fue hollado y consumido por los líquenes,
y el tren transcurre sobre su privado sendero
ajeno a la distancia en su orgullo de caminante.

De la ciudad y sobre el río,
vuelta la espalda al vozarrón de los Urales asombrados
este gusano monumental que horada
ahora los tiempos de Siberia
corre en el camino del sol, entre la hierba
sobre la frente del planeta hacia el Este inmortal.
Y cruza ahora un río, y luego un riacho,
y nuevamente un río de la tierra,
como una mariposa segmentada
en vagones ciegos
como una calabaza vuelta maquinaria de hierro.
Más vivo que la guerra y sus estruendos de pólvora,
que la materia concebida entre berridos,
cual una fuerza material del elemento
el tren despliega a la extensión su brazo atornillado.
Así entra en Siberia. Han de verlo
los habitantes de las ciudades mínimas
que entre el verde de la llanura buscan
o entre la sangre pálida que nieva,
o los huidos animales oscuros que no le han puesto nombre
pero levantan sus orejas tibias hacia el traqueteo;
y el tren los ignora. Avanza, siempre
avanza mudo y monumental de quejas,
más solitario que el mismo abandono
sobre la vastedad que pertenece al sol.

Así en su gloria magnífica, en su inmensidad ferrosa;
Luego en las cosas mínimas que lo llevan o lleva
Sumergidas al sueño del viaje mil veces milenario.
Dentro del tren aguardan ahora quietas y expectantes
Verduras, zapatos, una caja de cigarrillos claros,
El reloj de una anciana, la madera lustrada de los bancos.
Cualquier persona que vaya con el tren
lleva dentro de sus bolsillos o detrás de sus lenguas
la infinita presencia del mundo humano.


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